Delito de “incitación al odio”: entre la libertad de expresión y la discriminación
Por Patricia Gallo[1]
Sumario
I. Introducción; II. Libertad de expresión; III. Límites a la libertad de expresión; IV. Derecho a la igualdad; V. El tipo penal de “incitación al odio” (artículo 3, segundo párrafo de la ley 23.592); VI. Consideraciones finales; VII. Bibliografía.
I. Introducción
El segundo párrafo del artículo 3 de la “Ley contra actos discriminatorios” (n° 23.592), reprime con pena de prisión de un mes a tres años a “…quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas”.[2]
El precepto transcripto, configura el llamado delito de “incitación al odio”, sobre el que trata este breve trabajo.
Una primera mirada sobre dicho tipo penal, podría llevar a percibir un conflicto entre el derecho constitucional a la libertad de expresión y la norma penal mencionada (de menor rango). Sin embargo, un análisis más profundo, como el que se hará seguidamente, pone de relieve una tensión entre dos garantías constitucionales de igual relevancia, que no debe perderse de vista en una exégesis adecuada del delito de “incitación al odio”, guiada por los principios de la razonabilidad.
El abordaje de la cuestión, debe comenzar por estudiar el contenido y los alcances del derecho -constitucional- de la libertad de expresión.
II. Libertad de expresión
La “libertad de expresión” es una exteriorización de la libertad de pensamiento. En el mundo jurídico, el pensamiento no aparece externamente como una “libertad jurídica relevante” ni como un derecho subjetivo: el pensamiento es incoercible y se sustrae a terceros. En este esquema, no puede decirse entonces que el hombre sea titular de un derecho a la “libertad de pensar”. Este derecho aparecerá solo cuando el pensamiento se exteriorice, o sea cuando se exprese. Y en ese caso, ya se hablaría del derecho a la libertad de expresión.[3]
Bajo tales pautas, la libertad de expresión es entonces, el derecho a hacer público, a transmitir, a difundir y a exteriorizar un conjunto de ideas, opiniones, críticas, creencias, etc., a través de cualquier medio, oralmente, mediante símbolos y gestos, en forma escrita, a través de los medios de comunicación, etc. Ahora bien, el ejercicio de la libertad de expresión no cuenta con impunidad una vez que esa expresión se ha exteriorizado. Si antes está exenta de censura, después trae aparejadas las responsabilidades civiles o penales correspondientes. Es recién en esa instancia posterior que podrá llevarse a cabo la reparación de la eventual lesión a derechos de terceros. Allí jugará -acaso- la prelación axiológica de otros bienes o valores perjudicados por la libertad de expresión.[4]
En este contexto, cuando se analiza la libertad de expresión, es necesario vincularla con los medios de comunicación masiva o social, porque no es lo mismo la libre expresión “individual” que la que se difunde y transmite a través de tales medios, al público en general. Por eso deben distinguirse dos aspectos de la libertad de expresión: a. la libertad de expresión como “derecho personal” y b. la “proyección socio institucional” de la libertad de expresión, a través de los medios de comunicación masiva y redes sociales. En este segundo aspecto, es imprescindible el derecho a buscar, recibir y transmitir información; a formar y difundir opiniones públicas; a circular noticias e ideas; a criticar y disentir; a efectuar crónicas culturales, científicas, educativas, humorísticas y de entretenimiento, todo lo que compone un vasto espectro de libertad que requiere de amplios márgenes en un sistema democrático.[5]
En efecto, la libertad de expresión representa la piedra angular de una sociedad democrática y configura un derecho fundamental e inalienable de los individuos. Es por ello que podemos identificar en ese derecho dos ámbitos de operatividad, uno individual y otro colectivo. El primero supone la libertad que tiene cada persona de poder expresar ideas y opiniones, mientras que el aspecto colectivo protege el derecho de la sociedad a recibir esas ideas y a estar debidamente informada. Esta última dimensión se encuentra íntimamente relacionada con el ejercicio de la libertad de prensa. Una sociedad democrática requiere la participación política a fin de garantizar la representación de la ciudadanía en la esfera pública. Para hacerla posible, la libertad de expresión juega un papel fundamental no solo porque es un medio que propicia el libre desarrollo de la personalidad, sino también porque ocupa una posición central en la canalización de las demandas ciudadanas.[6]
La libertad de expresión es un bien central en el marco de una concepción liberal de la sociedad, lo que justifica su protección “reforzada”. Ello se vincula con la concepción de que es esencial al tratamiento de los individuos como seres autónomos, el reconocimiento de dicha libertad. La misma legitimidad del poder estatal está basada en la posibilidad de que los ciudadanos cuenten con los elementos necesarios para formarse su propio juicio, lo que requiere la más amplia libertad de expresión. Este derecho a expresarse debe estar “sobreprotegido” en una democracia liberal, ya que no debe considerarse como daño a terceros, a los efectos de la aplicación del principio de daño, que permite interferir generalmente con la autonomía personal, el mero hecho de que otro acepte las ideas u opiniones que se expresan.[7]
El derecho a expresarse libremente ha sido objeto de protección por parte de numerosos instrumentos internacionales, a los que la Constitución Nacional argentina, en su artículo 75, inciso 22 otorga jerarquía constitucional.
Así, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, dispone en su art. 19: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre establece que “Toda persona tiene derecho a la libertad de investigación, de opinión y de expresión y difusión del pensamiento por cualquier medio” (art. 4). Por su parte, según el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, “Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección” (art. 19). Asimismo, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, señala que: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección” (art. 13).
Particularmente sobre la libertad de prensa, el art. 14 de la Constitución Nacional argentina dispone que: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: (…) de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa (…) y el artículo 32, también de la Carta Magna, establece que: “El Congreso federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción federal”.
III. Límites a la libertad de expresión
El desarrollo precedente pone de manifiesto la envergadura del derecho a la libertad de expresarse. Ahora bien, ello no implica que se trate de un derecho absoluto. En efecto, la expresión, en cualquiera de sus formas, al amparo de la Constitución Nacional, puede convertirse en un instrumento de poder para discriminar, destruir o afectar seriamente la existencia o derechos esenciales de otros seres humanos, y es por esto que deben existir límites a la libertad de expresión.
Principalmente, la limitación a la libertad de expresión comprende el denominado “discurso del odio”. En el lenguaje común, esta expresión hace referencia a un discurso ofensivo dirigido a un grupo o individuo y que se basa en características inherentes (como son la raza, la religión o el género) y que puede poner en peligro la paz social.
Si bien no existe una definición universal de “discurso del odio” de acuerdo con el Derecho internacional en materia de derechos humanos, hay consenso sobre que comprende cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, o comportamiento, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, es decir, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad.
En este contexto, adquiere relevancia la proliferación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, que ha desplazado hacia las redes sociales, gran parte de las relaciones que se sostenían en el mundo real. Estas han diluido las fronteras físicas de tal modo, que cualquier usuario puede ser víctima de ataques discriminatorios, dirigidos y ejecutados de manera anónima, con un alto grado de impunidad, desde los más remotos rincones del mundo. El “discurso del odio” instrumentado a través de internet es una modalidad en auge que genera alarma social, porque permite viralizar contenidos discriminantes.[8]
Estas prácticas comunicativas derivadas del auge de las redes sociales, han producido un cambio de paradigma en las formas en que la persona proyecta su participación en la esfera pública, marcada por una nueva gramática en materia de libertad de expresión. En este contexto, la penalización del “discurso del odio” constituye una herramienta orientada a proteger la igualdad y seguridad de los grupos que son destinatarios de mensajes extremistas. En otras palabras, el carácter antidiscriminatorio está enraizado en la propia construcción conceptual de la protección contra el discurso del odio.[9]
En efecto, la protección de colectivos vulnerables es inherente a la definición del discurso del odio. Ello, porque la propia concepción de la legislación como normativa antidiscriminatoria supone la existencia de un contexto en el que el grupo receptor del mensaje se encuentra en una situación de desigualdad estructural, apreciable por el potencial lesivo que puede suponer dicho discurso. Así, el carácter antidiscriminatorio de la normativa que protege frente al discurso del odio, encuentra su basamento en el principio de igualdad.[10] Es así como aparece en escena esta segunda garantía constitucional.
IV. Derecho a la igualdad
Desde la segunda mitad del siglo XX se han reconocido derechos básicos del ser humano, entre los que destaca especialmente, el derecho a la igualdad y, como contrapartida, la prohibición de la discriminación. La igualdad ocupa un lugar transversal en relación con otros derechos y no se presenta en estado puro sino en una vinculación sistémica. En el marco que plantea la Constitución Nacional argentina, debe ser entendida no solo desde el punto de vista del “principio de la no discriminación”, pues la igualdad no se agota en ella, sino también, desde una perspectiva estructural que tenga en cuenta al individuo como integrante de un grupo. Entre los derechos humanos que son el “bastión protector de la dignidad del hombre”, se encuentra el de no ser discriminado. Este presupone necesariamente el principio de igualdad (artículo 16 de la Constitución Nacional argentina); surge de la propia dignidad del ser humano y es receptado en numerosos instrumentos internacionales, como el Pacto de San José de Costa Rica (artículos 5 y 7), Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículos 8, 9 y 10), Convención de los Derechos del Niño, etc. [11]
En este escenario, el Estado asume un nuevo papel, dirigiendo sus mecanismos de protección penal hacia aquellas realidades que comprometen de forma significativa la igualdad efectiva. Con ese objetivo, la libertad de expresión puede ser legítimamente limitada frente a la necesidad de promover condiciones que aseguren la participación igualitaria, dispensando una tutela especial, allí donde la igualdad efectiva o sustancial se ve especialmente amenazada. De ese modo, las conductas discriminatorias, en tanto suponen la creación o profundización de desigualdades entre los miembros del cuerpo social por razón de ciertos caracteres diferenciales, entran en conflicto directo con el modelo de convivencia establecido por la Constitución Nacional.[12]
La Carta Magna argentina ha visto enriquecida y ampliada la garantía de igualdad ante la ley prevista originariamente, que también se encuentra protegida por distintos tratados con jerarquía constitucional (artículo 75, inciso 22) y que se configura en el artículo 16: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”. Esos instrumentos internacionales introducen en forma expresa el derecho a la igualdad, la prohibición de discriminación y la obligación imperativa de proteger los derechos fundamentales contra cualquier tipo de discriminación: Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (artículo 2); Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículos 1.1 y 24); Declaración Universal de Derechos Humanos (preámbulo, artículos 2 y 7); Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 2); Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (preámbulo, artículos 2 y 26); entre otros.
De todo ello, surge que el Estado argentino tiene la obligación de adecuar su legislación interna a los compromisos asumidos por la suscripción de tales documentos internacionales de derechos humanos. Y justamente, de ello se trata la norma antidiscriminatoria aquí analizada (ley 23.592), ya que la interdicción de la discriminación en cualquiera de sus formas, satisface la exigencia interna de realizar las acciones positivas tendientes a evitar el destrato injustificado, al tiempo que hace operativo el derecho constitucional de la igualdad y la no discriminación. En otras palabras, la “Ley contra actos discriminatorios” (ley 23.592), en la que se enmarca el delito de “incitación al odio” (artículo 3, segundo párrafo), ha sido elaborada con el propósito de reglamentar el principio de igualdad previsto en el artículo 16 de la Constitución Nacional.[13]
Dicho esto, puede verse que el análisis jurídico del “discurso del odio” gira alrededor de la dicotomía entre la protección efectiva de las minorías, orientada a que su situación de vulnerabilidad no se vea agravada por el potencial lesivo del mensaje discriminatorio (principio de igualdad), y la restricción mínima de la libertad de expresión, dejando expuesta la tensión entre ambas garantías constitucionales.
En este contexto, es necesario distinguir entre el -verdadero- “discurso del odio” (no protegido por el principio de libertad de expresión) y el “discurso ofensivo, impopular o políticamente incorrecto”. Este mandato implica diferenciar entre los “delitos de odio” (que afectan al principio de igualdad y no discriminación) y los “delitos de opinión”, cuya criminalización debe ser rechazada en tanto suponen una restricción injustificada de la libertad de expresión. Como sucede con cualquier conflicto entre derechos, la penalización de los delitos de odio requiere un proceso de ponderación tendiente a establecer los límites de la libertad de expresión, sin soslayar la posición central que tiene dicha garantía como regla material de identificación del sistema democrático, lo que determina que no cualquier acto discriminatorio pueda ser alcanzado por el Derecho penal, sino solo aquellos que afecten de modo ostensible al principio de igualdad, en los términos en que ha sido aquí definido. Este señalamiento debe traducirse en una “pauta hermenéutica rectora” del delito previsto en el artículo 3, segundo párrafo de la mencionada ley 23.592.[14]
Como se viene exponiendo, el sentimiento de odio como tal, carece de relevancia penal. Exteriorizarlo, hacerlo público tampoco resulta, en principio, penalmente reprochable, puesto que tales manifestaciones estarían protegidas por el derecho a la libertad de expresión. Pero el discurso del odio en su dimensión delictiva (delito de odio) comienza a configurarse cuando entran en juego expresiones intolerantes entendidas como falta de respeto a las ideas o creencias, fundadas en estereotipos o prejuicios discriminatorios realmente graves. Entonces el concepto “jurídico” de odio se entiende como esas expresiones o actividades intolerantes, basadas en prejuicio hacia la víctima, escogida por pertenecer a un colectivo que el autor desprecia u odia, expresamente tipificadas en la legislación penal. En esta exégesis, la legítima injerencia en el ámbito de la libertad de expresión que supone la sanción penal del delito de incitación al odio, debe estar sólidamente fundada en la constatación fehaciente de una situación de riesgo para los derechos de las personas o para el propio sistema de libertades que consagra la sociedad democrática.[15]
V. El tipo penal de “incitación al odio” (artículo 3, segundo párrafo de la ley 23.592)
El precepto analizado reprime (con pena de prisión de un mes a tres años) a “…quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas”. [16]
Este tipo penal constituye el paradigmático “delito de odio”. Respecto de la técnica legislativa utilizada, sin adentrarme en una crítica exhaustiva, solo cabe señalar que la norma contiene cláusulas y términos vagos que favorecen una interpretación amplia del delito. Por ello, y en consonancia con lo desarrollado en el punto anterior, se requiere una exégesis teleológica y restringida, teniendo en cuenta su ratio legis.
Se entiende que el bien jurídico protegido es el “valor de no ser discriminado” ya que el mensaje o acto realizado que colma el tipo penal, es punible porque va en contra de una persona o grupo de personas que se caracterizan por ostentar una determinada circunstancia (ideológica, de nacionalidad, religiosa o racial). Sin esa selección, los hechos serían atípicos. En este esquema, el “valor de no ser discriminado”, como objeto de protección, tiene una doble dimensión. Por un lado un aspecto individual, cuando se trata de una persona concreta que soporta la discriminación de manera directa e inmediata. Y por otro, una faceta colectiva en la medida en que el grupo o minoría que ostenta la circunstancia sospechosa de discriminación, se ve afectado porque cuando se discrimina a ese colectivo o incluso a una persona que pertenece a este, ayuda a normalizar o a ahondar en su status de inferioridad.[17] Asimismo, se trata de un delito pluriofensivo, ya que en atención al contexto en el que se desarrolla el comportamiento típico, pueden ponerse en peligro otros bienes jurídicos, como la vida, o la integridad física de la persona o grupo discriminados.[18]
Respecto de la estructura típica, el precepto no describe una conducta determinada sino “una consecuencia” de ella. En efecto, el tipo refiere a quienes por “cualquier medio” “inciten” o “alienten” a la persecución o el odio.
De este modo, el comportamiento típico puede consistir en cualquier forma de comunicación (del mensaje vejatorio) ya sea a través de la palabra (escrita o verbal) o mediante lo que se conoce como “expresión simbólica”, una forma de expresarse utilizando un lenguaje simbólico. Este se configura cuando una persona expresa algo mediante una conducta o actitud externa, por ejemplo ponerse de pie o quedarse sentado cuando suena el himno nacional. Es decir, en esa modalidad de acción típica falta todo elemento verbal, pero hay expresión (de discriminación) como sería, por ejemplo, quemar una bandera o un objeto venerado por alguna religión.[19]
Por su parte, “incitar” consiste en impeler a hacer o no hacer algo aunque no llegue a la determinación y “alentar”, supone animar o infundir esfuerzo, dar vigor y no se configura solo cuando el autor efectivamente haya excitado o estimulado en forma directa la segregación, basta con el empleo de estímulos indirectos. Se interpreta que no se penan expresiones “por su solo contenido discriminatorio”, sino que es necesario que con ellas se procure un cometido, esto es, que terceros también adopten esas actitudes discriminatorias.[20]
Es decir, con la referencia a ambos verbos, se requiere una misma dirección, la de “mover voluntades” de manera inequívocamente dolosa hacia comportamientos de odio o persecución. La relevancia penal de la conducta se alcanza, sin embargo, cuando el contenido tendencial es de tal intensidad que puede colegirse con claridad que la hostilidad, el odio, la violencia o la discriminación se despliegan como medios eficaces para incitar o alentar su repetición a una escala que pueda llegar a afectar el ejercicio de derechos fundamentales (y no simplemente cualquier derecho) de los miembros del colectivo contra el que el discurso se despliega. En este sentido, no basta una “mera llamada a los malos sentimientos”.[21]
Esta exégesis coloca al “paso al acto”, como un segundo eslabón después de la conducta de incitación o aliento, en un lugar esencial en la estructura típica, pero como “peligro real”. En otras palabras, no se requiere ni el efectivo desencadenamiento de esa ulterior progresión agresiva, ni su peligro “inminente” (concreto), sino un peligro idóneo (ex ante) de que ello ocurra.
En efecto, el precepto analizado consiste en adelantar la barrera punitiva en el iter crminis, a ciertas acciones que conlleven la aptitud general de desatar en terceros “fértiles a las expresiones de odio”, agresiones efectivas contra personas pertenecientes a colectivos vulnerables, que puedan afectar sus bienes jurídicos fundamentales. Desde esa perspectiva, se trata entonces de un delito de “peligrosidad idónea”. Dicha idoneidad, estará relacionada no solo con el contenido mismo de agresión que exprese el mensaje discriminatorio, sino también con las características del medio a través del cual se ha manifestado y también, con el contexto socio-político imperante, en el que se desarrolle el comportamiento vejatorio. En este sentido y respecto de estos dos últimos aspectos, tendrán relevancia la publicidad del medio, ya que si bien el tipo no exige esa característica, está claro que la publicidad aumenta notablemente la potencialidad lesiva (e incitatoria) del mensaje; y también, si al momento del hecho, la sociedad se halla sensibilizada por ejemplo, por algún conflicto armado o algún atentado relacionado con alguno de los grupos mencionados en el tipo (ello facilita una reacción de terceros, en consonancia con la expresión de odio).[22]
El delito analizado requiere una incitación “a otros”, a un número indeterminado de personas para que adopten una postura en el sentido pretendido por el autor, pudiendo poner en riesgo a los integrantes de la comunidad de que se trate. En este sentido, existe cierta similitud con el delito previsto en el art. 209 del Código Penal argentino, que castiga con pena de prisión de dos a seis años, al “…que públicamente instigare a cometer un delito determinado contra una persona o institución… por la sola instigación…”. Sin embargo, en el delito de incitación al odio, el aliento o la incitación refieren a la persecución u odio, que pueden no constituir un ilícito penal (y no un “delito determinado”, como exige el art. 209). Por otra parte, el art. 3, segundo párrafo de la ley 23.592, admite medios indirectos y no requiere una excitación directa.[23]
Finalmente, el tipo penal analizado exige que el odio o persecución incitado o alentado se dirija taxativamente a ciertas caracterizaciones: “contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas”.
En primer lugar, los “motivos racistas” giran en torno a dos conceptos: la etnia y la raza. Etnia refiere a un grupo con ciertos caracteres propios con independencia de que también tengan “un color de piel”, mientras que “raza” hace uso de una acepción más precisa y alude a “grupos humanos que se caracterizan por el color de su piel”. Estos términos se usan a veces indistintamente, por eso hay autores que proponen reemplazar ambos términos por el de “grupo étnico”, porque así se destacan, el carácter ideológico político de las discriminaciones racistas o xenófobas o etnófobas, dentro de las que se encuadran las prácticas racistas.[24] Por su parte, la referencia a las ideas políticas comprende cualquier creencia en una determinada forma de organización política del Estado y también las creencias relacionadas con el sistema social, económico, e incluso al cultural.
En cuanto a la religión, se ha destacado que solo cuando esta se asocia a estereotipos negativos que sitúan a sus creyentes en una posición de marginación o rechazo social surge la necesidad de una tutela adicional del Derecho penal para prevenir agresiones (físicas o no) a sus derechos fundamentales. Constituyen agresiones que tienen su origen en el menosprecio hacia el colectivo discriminado y poseen, por eso, un potencial que no existe o es mucho menor cuando se trata de religiones mayoritarias, como sería en nuestra sociedad la religión católica.[25]
Con el término “nacionalidad”, se alude al vínculo que existe entre una persona y un determinado grupo conformado por una serie de factores como: un mismo territorio, unas mismas costumbres, y tradiciones, un idioma común, una forma similar de pensamiento sobre el hombre y el mundo, donde la reunión de tales factores, le permiten adoptar a ese pueblo, el nombre de nación. “Nación” es entonces un concepto sociológico que puede dar lugar a la creación de un concepto jurídico, llamado Estado (que es la nación, jurídicamente organizada). En ese caso, nacionalidad constituye el vínculo jurídico político de una persona con esa comunidad llamada nación, que además, constituye un Estado.[26]
VI- Consideraciones finales
Hay a veces una delgada línea entre compartir un sentimiento e incitar o promover la violencia o discriminación hacia terceros (en definitiva, incitar a afectar sus derechos y libertades) motivada por la intolerancia o el odio. Lo primero queda amparado por el derecho a la libertad de expresión y el “derecho a odiar” de todos los ciudadanos, aunque merezca un rechazo social; mientras que lo segundo, justifica la intervención del Derecho penal.
En la delimitación conceptual del discurso del odio, en su dimensión delictiva (como el delito de incitación al odio) no solo está implicada la libertad de expresión, sino también otra garantía constitucional, como el “derecho a no ser discriminado” (principio de igualdad), interpretado de modo amplio según aquí se ha propuesto. La tensión entre estas dos garantías constitucionales de igual entidad debe tenerse presente en una exégesis adecuada del tipo penal de incitación al odio, para poder discernir entre el discurso del odio penalmente relevante (delito de odio) y las conductas que, a pesar de ser políticamente incorrectas, no implican una posible afectación grave de derechos esenciales de personas o grupos discriminados. Esto último es lo que justifica la limitación, por el Derecho penal, de la libertad de expresión.
VII. Bibliografía
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[1] Doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesora de Derecho penal (Universidad de Buenos Aires).
[2] El primer párrafo de dicho tipo penal establece que: “Serán reprimidos con prisión de un mes a tres años los que participaren en una organización o realizaren propaganda basados en ideas o teorías de superioridad de una raza o de un grupo de personas de determinada religión, origen étnico o color, que tengan por objeto la justificación o promoción de la discriminación racial o religiosa en cualquier forma”.
[3] BIDART CAMPOS, G., Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino, Buenos Aires, 1994, Tomo I, p. 397.
[4] Ídem, pp. 398 y 408.
[5] Ídem, p. 400. Pero la libertad de expresión no se agota en la prensa y en los medios distintos de ella, sino que tiene otras proyecciones, entre las que se destacan: a. la libertad de información que importa el acceso libre a las fuentes de información, la posibilidad de recoger noticias y transmitirlas y de resguardar razonablemente en secreto la fuente de dichas noticias y b. la libertad de no expresarse, o sea, la faz negativa de la libertad de expresión o derecho al silencio. Si toda persona tiene derecho a expresarse, tiene el correlativo de abstenerse de una expresión que no responde a sus convicciones o deseos o que simplemente pretende reservarse (ídem, p. 401).
[6] CORRECHER MIRA, J., “Discurso del odio y minorías: redefiniendo la libertad de expresión”, Revista Teoría y Derecho, 2020, N°28, pp. 166 y ss.
[7] NINO, C., Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, 1992, pp. 260/62.
[8] MARABEL MATOS, J., “Delitos de odio y redes sociales: el derecho frente al reto de las nuevas tecnologías”, Revista de Derecho UNED, n° 27, 2021, pp.137 y ss.
[9] CORRECHER MIRA, Revista Teoría y Derecho, pp. 166 y ss.
[10] Ibídem.
[11] ROMERO VILLANUEVA/ABOU ASSALI, Represión de actos discriminatorios, Buenos Aires, 2022, pp. 36 y ss.
[12] CORRECHER MIRA, Revista Teoría y Derecho, pp. 166 y ss.
[13] ROMERO VILLANUEVA/ABOU ASSALI, Represión de actos discriminatorios, pp. 46 y ss. Entendido el derecho a la no discriminación como una norma erga omnes que emerge de los principales tratados internacionales de derechos humanos, importa asumirlo como un derecho que va más allá de lo jurídico, ya que su función apunta a que todas las personas puedan gozar de sus derechos humanos, en condiciones de igualdad. En esa escala, se ubica entonces sobre cualquier ordenamiento interno, los Estados se hallan obligados a protegerlo y garantizarlo en el ámbito específico de su competencia, debiendo remover, acondicionar o readaptar sus normas para que se transforme en una verdadera realidad. A través de cada acto discriminatorio se produce una negación de la dignidad humana, puesto que el trato diferenciado es realizado por rasgos que indican su pertenencia a un colectivo situado previamente en posición de inferioridad, lo que afecta la esencia misma de la persona, que es considerada como inferior o marginada (ídem, p. 41).
[14] CORRECHER MIRA, Revista Teoría y Derecho, pp. 180 y ss.
[15] MARABEL MATOS, Revista de Derecho, pp. 137 y ss.
[16] En un sentido similar, el art. 510,1.a del CP español, reprime con pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses, a “quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad”.
[17] TAPIA BALLESTEROS, P., “El discurso de odio del art. 510.1.a) del Código Penal español: la ideología como un Caballo de Troya entre las circunstancias sospechosas de discriminación”, Revista Polít. Crim. Vol 16, N° 31 (junio 2021) pp. 284 y ss. (con relación al art. 510 del CP español).
[18] Ibídem. Existen otras propuestas que contemplan como bien jurídico protegido al honor, entendido como la legítima expectativa de reconocimiento que merece todo ciudadano como miembro de pleno derecho de una comunidad jurídica, y también a la dignidad. Por otra parte, otras posturas postulan un bien jurídico protegido supraindividual, como “las condiciones de seguridad existencial de grupos o colectivos especialmente vulnerables” (ibídem). En el marco de la doctrina argentina, se propugna también la dignidad de la persona humana (ROMERO VILLANUEVA/ABOU ASSALI, Represión de actos discriminatorios, pp. 69/71) y otros autores postulan, la tranquilidad pública, la paz pública y el orden público (ver también D´ALESSIO, A., Código Penal de la Nación comentado y anotado. Leyes especiales comentadas, Buenos Aires, 2010, tomo III, pp. 976 y ss.).
[19] BIDART CAMPOS, G., Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino, p. 403.
[20] ROMERO VILLANUEVA/ABOU ASSALI, Represión de actos discriminatorios, pp. 102 y ss.
[21] LANDA GOROSTIZA, J., “El delito de incitación al odio (artículo 510 CP). Quo Vadis”, Azafea revista de filosofía, N°23, 2021, pp. 57 y ss.
[22] Un sector doctrinario propone un “test de severidad” que permite medir el nivel de peligrosidad de la incitación, “peligrosidad para que se pase al acto”, sugiriendo un análisis contextual de cada conducta de incitación en seis puntos: (a) el contexto en el que se utiliza el discurso de odio en cuestión (especialmente si ya existen tensiones graves relacionadas con este discurso en la sociedad); (b) la capacidad que tiene la persona que emplea el discurso de odio para ejercer influencia sobre los demás (con motivo de ser por ejemplo un líder político, religioso o de una comunidad); (c) la naturaleza y contundencia del lenguaje empleado (si es provocativo y directo, si utiliza información engañosa, difusión de estereotipos negativos y estigmatización, o si es capaz por otros medios de incitar a la comisión de actos de violencia, intimidación, hostilidad o discriminación); (d) el contexto de los comentarios específicos (si son un hecho aislado o reiterado, o si se puede considerar que se equilibra con otras expresiones pronunciadas por la misma persona o por otras, especialmente durante el debate); (e) el medio utilizado (si puede o no provocar una respuesta inmediata de la audiencia como en un acto público en directo); (f) la naturaleza de la audiencia (si tiene o no los medios para o si es propensa o susceptible de mezclarse en actos de violencia, intimidación, hostilidad o discriminación) (LANDA GOROSTIZA, Azafea revista de filosofía, pp. 57 y ss.).
[23] ROMERO VILLANUEVA/ABOU ASSALI, Represión de actos discriminatorios, pp. 104 y ss.
[24] TAPIA BALLESTEROS, Revista Polít. Crim. Vol 16, N° 31 (junio 2021) pp. 292/93. (con relación al art. 510 del CP español).
[25] LAURENZO COPELLO, P., “Sentimientos religiosos y delitos de odio: un nuevo escenario para unos delitos olvidados”, en VVAA, Liber Amicorum. Estudios jurídicos en Homenaje al Prof. Dr. Dr. H.c. Juan M.. Terradillos Basoco, Valencia, 2018 p. 1300.
[26] BOTERO BERNAL, J., “Anotaciones generales sobre las conductas punibles que integran los actos de discriminación”, en Discriminación, principio de jurisdicción universal y temas de derecho penal, Bogotá 2013, pp. 360/61.